Tuesday, July 14, 2015

Riesgos y Aciertos en la Vida de un Critico.....

Riesgos y aciertos en la vida del crítico

Estética. En un tiempo en el que el arte se acerca al mundo de las ideas y lo conceptual, crece en paralelo la fascinación y la dificultad de la crítica artística.

POR MATIAS SERRA BRADFORD


No pocos lo han comprobado: alguien que duerme se despierta con sólo mirarlo fijo un rato. Puede pensarse que algo análogo sucede con una imagen, un cuadro: reposa en estado de ensoñación, a la espera de un curioso que venga a observarla. En el arte contemporáneo la obra –una instalación, por caso– es menos paciente, menos pudorosa, y llama la atención sobre sí misma con señales de luz o con un gesto teatral. En ambos casos, el crítico padece una debilidad: cree que si no habla de lo que ha visto no lo entiende. Quien se aproxima a un cuadro quiere averiguar qué está pasando en una pintura, y entrar en contacto con ello con la ilusión de que aparezcan, como en una conversación, frases inesperadas. Es notable que a la vez pareciera que lo que mejor define al arte es su negativa a hablar, a explicitar un presunto mensaje, de la naturaleza que sea. El artista alemán Gerhard Richter sostiene que al hablar de pintura “uno construye cualidades que se pueden decir, y deja afuera las que no se pueden decir, que son siempre las más importantes”. En el peor de los casos –una crítica desquiciada– el arte al menos permite expresar cosas que no habrían encontrado forma y lugar de otro modo.
El término ékphrasis –la traducción verbal de una imagen– apenas empieza a trazar el territorio en discusión. El arte puede dar la impresión, no importa frente a qué estilo o evidencia estemos, que uno siempre se enfrenta a lo transitorio, lo inestable, lo provisional con máscara de definitivo, y el crítico se ve en el trance de conquistar con el lenguaje al igual que los pintores intentan captar lo incapturable (agua en movimiento, por ejemplo) por medio de pinceladas y pigmentos. Son pulsiones paralelas, y la pintura –el arte en general– es también para el escritor una sustancia líquida, elusiva, que habilita la fatal inexactitud de la crítica. La resistencia de los materiales para con el pintor se ve reflejada en la resistencia que después la obra le propondrá al espectador, para ser apreciada, pero más aún para ser elucidada o resumida. El peligro es que el crítico crea que hasta que él no llegue el cuadro no está terminado. Es muy infrecuente que uno vea las obras bajo su luz ideal. Esta imperfección es un atenuante de la crítica, y tal vez un aliciente de elementos impredecibles en la interpretación. Se comprueba lo difícil que es ejercer la crítica si damos por cierto lo que anotó Adrian Stokes: “En el arte todo sucede de pronto y en su punto más alto”.
El crítico persigue la singularidad de un pintor, o busca dar con una de las diez maneras desvergonzadas de mirar un cuadro de un modo interesante. “Elogiar a un artista o una obra por una cosa y permanecer callado acerca de otras cosas puede ser significativo”, advertía el historiador del arte británico Michael Baxandall. Cuando más mudo se queda un crítico es el momento en que un pintor –un Bacon, un Rothko– pasa a otra cosa, da el salto hacia un estilo inconfundible. No es el mismo desconcierto el que produce un Klee que el que provocan las figuras de Juan Muñoz, y el aturdimiento ante un Kiefer o un Baselitz puede hacerle perder los modales a un crítico apresurado. De Beuys a Cattelan no se incrementó ni decreció el nivel de desconcierto ante lo que hacen, pero este tampoco elevó su cualidad.
Con aferrarse a la familia de motivos que caracteriza a un artista apenas se empieza a balbucear. Si un cuadro tiene un tema reconocible acaso resulte más fácil preguntarse si no podría ser de otra forma, pero de qué otra manera podría ser un cuadro pocas veces sirve para meditar acerca de lo que se tiene frente a los ojos. Los temas buscados dan lugar a períodos y, para salir del paso, un crítico puede crear la impresión de poseer gusto y conocimiento al hablar de etapas –de su mayor o menor entusiasmo– en relación al itinerario de un artista (o un autor, un pianista, etc.). Quizá en arte se ve más claro que en literatura –donde también sucede– que hay estilos que tienen un “techo” de reconocimiento.
Fue Marcel Duchamp el que habló de un “eco estético” como la única aproximación válida a una obra: “La víctima de un eco estético se encuentra en una posición similar a la de un hombre enamorado o un creyente… cuando lo toca una revelación estética, con un ánimo extático el mismo hombre se vuelve receptivo y modesto”. Pero parece haber una trampa en esa idea si se la confronta con otra del propio Duchamp, que afirmaba que un genio no se hace con su mente sino que lo crea el que observa, el testigo: “Una obra sola, en sí, no existe, es una ilusión óptica. Se vuelve visible por aquellos que la miran”. Esto insinúa una variante del crítico como artista que aventuró Wilde –las obras ajenas son para un crítico un readymade que él rubrica o desecha como arte–, pero entonces, ¿el espectador se hace eco de algo que provino de la obra, se deja obnubilar, o la obra es un eco de lo que proyecta y decide el propio espectador? Lo más probable es que la cita se dé en un punto equidistante, que no le quede demasiado lejos a uno o al otro. Paradójicamente, ese eco no pueden provocarlo las propias obras de Duchamp, porque otra de sus invenciones consistió en que sin la lectura de los escritos que las acompañan no se comprenden. (Alguno dirá que no por eso adquieren sentido.) La familiaridad con el objeto de arte es por lo general infrecuente y fugaz. No toda reacción crítica se define en el mano a mano con una obra. Hay algo que madura, si puede decirse así, en un espectador. Un cuadro se incorpora a nuestro teatro de la memoria y sigue operando desde allí, mientras entra en conversación con otros. Fue Leo Steinberg quien desarrolló la idea de una obra en respuesta a otra: “todo el arte importante, al menos desde el siglo catorce, está preocupado por la autocrítica. Además de lo que sea que trate, todo el arte trata del arte. Todo arte original busca sus límites.” Las conversaciones con pintores –Kitaj, Guston o Auerbach, por caso– son otra forma de crítica y una manera de merodear el secreto de sus constelaciones electivas.
Lo deseable es que el comentario no contraiga sino que busque expandir la imagen que comenta, como lo hicieron aquellos que ejercieron la crítica desde un ángulo nada convencional –los mencionados Stokes y Baxandall, o Svetlana Alpers– y que nunca dejaron de sospechar de la codicia de la palabra. ¿Pero para ese fin qué instrumentos y virtudes se le exigen a un crítico que llega despeinado a la escena? Contemplando los trabajos de Mondrian o Newman, alguno se puede esperanzar creyendo que es más factible que de ellos logre deducir leyes ocultas, pero lo mismo podría pensarse de Cézanne, Twombly o Kentridge.
En críticos notables del siglo veinte, como Clement Greenberg, Leo Steinberg, David Sylvester, John Berger o Robert Hughes, asombra la precisión de sus intuiciones en un terreno más bien resbaladizo, y la reprobación de unos artistas les gana credibilidad en la revaloración de otros. Cada nombre se forja una autoridad particular y esa autoridad es un cheque en blanco que estas firmas administraron con decoro. ¿Son necesarios los críticos, si son tan tenues sus oportunidades y tan vastos sus abismos? De Kooning lo condensó así: “Es una ayuda mutua al revés. Yo puedo vivir sin ellos y ellos pueden vivir sin mí”. ¿Estamos entonces ante un arte tan delicado que el de la propia pintura? Acaso sea por esa razón que en una librería de arte reina más silencio que en las otras, y que de un museo –no pocos lo han comprobado– se salga con menos sentido de la orientación.

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